Tres chicos y un roble
No muy lejos de la ciudad, todas la tardes, en un jardín llamado San Nicolás de Bari, en remembranza al patrón de la niñez, tres alegres chicos solían jugar entre las geranios, anturios, amapolas, dalias y jancitos, descubriendo los escondites de la naturaleza e incluso en no pocas ocasiones atestiguado el nacimiento de patos y otras aves cuyos huevecillos eran albergados en arbustos de baja altura.
Otras veces, hasta pudieron avistar cómo las abejas despojaban el polen de las alegres flores, y cómo las aves daban de merendar a sus crías.
En una ocasión, un par de callejeros perros se aparearon. Entre sonrisas y asombro, sabían bien que así empezaba la vida.
Justo antes del atardecer, los tres juguetones y traviesos niños subían a la cima del viejo roble a disfrutar de los celajes del ocaso. Era el momento cuando agradecían a Dios por la ventura de estar vivos y por la oportunidad de jugar y desentrañar algunos de los secretos de la vida.
Un día como de costumbre, los tres chiquillos, corrieron hacia al roble para treparlo, pero esta vez se tropezaron con la muerte.
Los tres chicos nunca volverían al San Nicolás de Bari. Acabaron por siempre los juegos al escondite, la seguidilla y la develación del nacimiento de nuevos patos.
El anciano recolector de hojas les extrañó por siempre hasta su jubilación. Y por muchos años, muchas generaciones de niños dejaron de jugar en el parque.
Todos en el pueblo se preguntaron dónde estuvo ese día San Nicolás.
En verdad la muerte los enfrentó. Un esquelético y ensangrentado hombre ahorcado sobre una de las ramas del roble fue el culpable de acabar por siempre con las aventuras de estos tres pequeños, quienes aterrados y traumados llamaron en adelante al jardín, el parque Judas Iscariote