Manuel Antonio. Otra Mirada
Esta ribera la verdad que lo tiene todo. Desde los traviesos monos del parque nacional, pasando por la Marina Pez Vela donde en medio de un refinado ambiente es posible cenar junto con su mascota, hasta Biesanz, un escondido paraíso de cándida y pálida arena que no tiene nada que suspirar por la asediada Playa Blanca.
Ahí, en medio de reposadas aguas, una modelo es capaz de deleitar la vista con una sesión de fotos y más allá grandes y chicos, olvidando el reloj por completo, aprovechan la pasividad de este baño que nos ha regalado la naturaleza. Arriba en el cielo, un parapento nos mira con envidia.
En medio de una dulce combinación de alemanes, holandeses, desamparadeños y heredianos, es posible disfrutar en Biesanz de una de los mejores almuerzos servidos en lujosa vajilla, cócteles para todos los gustos, y hasta café, todo preparado desde unos improvisados toldos que ponen en evidencia el impulso del trabajo informal que aclara sin remedio que vino para quedarse.
Si no tiene billetes, no se preocupe, le reciben su tarjeta. Además sin pedirlo le barren la playa y le preparan una cómoda hamaca. Arriba a unos doscientos metros, don José, el guarda, le echa un ojito a su carro.
Lo único que no hay aquí son presas de carros, que pena.
Ahí, en medio de reposadas aguas, una modelo es capaz de deleitar la vista con una sesión de fotos y más allá grandes y chicos, olvidando el reloj por completo, aprovechan la pasividad de este baño que nos ha regalado la naturaleza. Arriba en el cielo, un parapento nos mira con envidia.
En medio de una dulce combinación de alemanes, holandeses, desamparadeños y heredianos, es posible disfrutar en Biesanz de una de los mejores almuerzos servidos en lujosa vajilla, cócteles para todos los gustos, y hasta café, todo preparado desde unos improvisados toldos que ponen en evidencia el impulso del trabajo informal que aclara sin remedio que vino para quedarse.
Si no tiene billetes, no se preocupe, le reciben su tarjeta. Además sin pedirlo le barren la playa y le preparan una cómoda hamaca. Arriba a unos doscientos metros, don José, el guarda, le echa un ojito a su carro.
Lo único que no hay aquí son presas de carros, que pena.