Santa Claus. Ser o no ser
Todos tenemos una historia infantil navideña que narrar.
Pepe, Nacho y Paco son los alias ficticios de mis amigos de infancia y protagonistas de este relato. Teníamos para entonces entre los 8 y los 12 años de edad.
BB Junior, otro protagonista de este cuento y buen amigo del grupo, en realidad estuvo pocas Navidades con nosotros. Santa Claus le entregaba sus regalos en New York, entre los que figuraban espadas de Star Wars, sofisticadas pistas de carros, el Hombre Nuclear y otros asombrosos obsequios que llegábamos a conocer justo antes de empezar las clases.
Una vez que daban inicio las vacaciones de verano y empezaban a soplar los fríos chiflones de este época, los cuatro nos preparábamos para recibir la Navidad con la emoción de los regalos que recibiriamos el 25 de diciembre.
A pesar de esta conmoción, para mí la Navidad empezaba con un disgusto. Como era de esperar, Pepe y yo nos enredábamos en una dura discusión existencialista pues él creía apasionadamente en Santa Claus. Yo, que era un poquito mayor que él, visitaba de arriba a abajo las vitrinas de la Librería Universal con mi abuela y mis padres para preparar mi lista de regalos.
Mientras Paco preparaba el disco de acetato de Navidad de Ray Conniff, luego de que Nacho ya nos había complacido con varios villancicos en español por la radio, todos nos preparábamos para levantar el portal y decorar el árbol. Sin olvidar, los preparativos de nuestra acostumbrada y antiquísima y siempre celebrada fiesta de Navidad del barrio.
Pero, esa Navidad del 78 algo distinto sucedió. Los padres de Nacho se fueron para Panamá, que en aquella época era igual que era ir a Miami de compras. Por este motivo, en un rincón de la sala de televisión de su casa, justo a la par de un sofá, yacía una formidable arca repleta de sorpresas.
Nunca comprendí la integridad de Nacho al no sucumbir a mis tentaciones por romper los sellos de semejante tesoro. Aferrado a su tradición, él esperaría hasta Nochebuena tanto como Pepe creía que Santa Claus descendía por la chimenea de su casa. Además, Nacho esperaría a enero, que los Reyes Magos le tenían otra tanda de regalos. Yo hubiera muerto en el intento.
Por fortuna, pronto llegó el esperado 24 de diciembre por la noche. Luego de celebrar con mi familia, saqué apresuradamente algunos juguetes de sus envoltorios, con los cuales ya había jugado antes del 24, y con mi nueva patineta me fui directo a casa de Nacho, a sabiendas de que ahí la tradición era abrir los regalos luego de rezarle al Niño Dios a la media noche (aún lo es). Después de un prolongado y ansioso rosario, como si los obsequios fueran todos para mí, apresuré a Nacho para que rompiera los envoltorios de los misteriosos paquetes.
Se trataba de una completa colección de juguetes de Star Wars (que Nacho aún conserva) y una súper patineta, entre otros premios.
“Mi abuela y mis padres deberían ir a Panamá la próxima Navidad” fue lo único que atiné a pensar.
Lo mejor de esa Nochebuena y de todas las que seguimos disfrutando de niños era la irrepeteible escena de la mañana del 25 de diciembre. Medio barrio pedaleando en bicicletas y patinetas. Todos, hasta los que nunca nos hablábamos, intercambiamos impresiones decembrinas.
Pepe siempre con algo mejor que el resto, aunque no lo que le había pedido a Santa Claus. “Pero no importa, tal vez el próximo año”, me decía alegremente resignado.
Lo que si estaba asegurado para la próxima Navidad sería mi infinita discusión con él sobre la existencia de este fantástico y gordo amigo de barba blanca que hoy revivimos con nuestros hijos, sobrinos y demás niños cuando nos vestimos de Santa, llamamos por teléfono a los duendes y esperamos el nacimiento del Niños Dios (para los creyentes), para abrir con grandes y chicos los presentes que intercambiamos como muestra de cariño y agradecimiento a Dios por otra Navidad juntos.
Santa Claus si existe. Existe en nuestros recuerdos de infancia. En los corazones de grandes y chicos de fe que quieren hacer realidad el anhelo de un mundo mejor. En los deseos de algunos de olvidar por un rato, la tristeza que les agobia o el dolor de la pérdida. Lo encontramos en las esperanzas de quienes creemos que la Navidad es una época para que, sin importar el credo, podamos compartir un tamalito, una copita de rompope, una invitación a ver el Desfile de las Luces o los Toros a la Tica o, para extender un fraternal abrazo de amistad y deseo de la mejor ventura para el año venidero.
Hoy, aún escucho a Ray Conniff todos los días de diciembre, y al lado de la corona de adviento junto con mi esposa e hija disfruto como el enano del cuento, decorar el árbol y preparar el portal.
E igual que de niño, hoy no soporto la tentación de las sorpresas y los misterios de las arcas de juguetes. Ya me pican las manos por abrir los de mis hija. ¡Ho, ho, ho, ho!
¡Felices Fiestas!