El doctorado en salud
Una persona puede estar acostumbrar a recibir todo tipo de llamadas telefónicas. Están los acreedores por un mes de mora, las agencias de viajes para ofrecer unas asombrosas vacaciones para dos en el Caribe, o incluso, en no menos casos, las de una pandilla de privados de libertad que solapadamente -tras rejas- ofrecen cómodos servicios bancarios.
Esa mañana recibí una llamada del hospital. La esperaba pero no tan pronto. Que ya estaba libre la cama que me hospedaría por unos días. Cuando es la primera vez, como en todo, uno cree estar preparado. Sentí pánico y juro por Dios que pensé en ceder la cama a otro. Sin embargo, hay ciertos pasos en la vida que no se pueden saltar, y este era uno de ellos.
Esa misma tarde súbitamente pasé de ser un profesional de salud pública y abogado del Derecho Sanitario al paciente de la cama 470. Allí, en la Sección de Hombres, junto con otro puñado de enfermos empecé a cursar una materia de la vida que nunca había matriculado.
Justo como en tiempos de escuela, con rigurosos horarios para dormir, bañarse y comer, empecé a entender que esto sería algo muy distinto de lo que había conocido antes.
Fraternizar con los otros no fue tarea complicada. Todos estábamos ahí por alguna buena razón. Hombres todos con alguna luz que les brillaba pero con algo que les achacaba. Unos por una hernia, pero otros con cáncer. También estuvo ahí el torero improvisado con heridas por doquier para corregir, el testigo de Jehová de mis clases de Ética Médica, el abuelo que se complicó de último momento, el indigente que fue mesero y jura haberme atendido una vez y ese joven extranjero, con quien aún trabo amistad, quién no tiene más a que a sí mismo y a sus riñones externos. Pero, el que no podía faltar, por fortuna mía, fue mi entrañable amigo y chofer por muchos años, quien no solo me mostró algunos rincones de este país sino también los del hospital, una que otra maña para sobrevivir durante esos días y quien me cedió una almohada porque la mía nunca apareció.
El día de mi operación no tardó en llegar. De camino al quirófano, certifico que pasó por mi mente tirarme de la camilla y desertar. Mi operación no sería sencilla y de ella no todos salen bien librados. Allá adentro, de pronto una voz anunció que un implemento necesario para hacer cirugías laparoscópicas estaba agotado y que por tanto quedarían canceladas ese tipo de intervenciones. Sentí morir. De pronto, un enfermero se me acercó y me confesó que para mí se había guardado uno de esos implementos quirúrgicos. Confirmé que estaba en unos de esos afortunados días en que todo sale bien. Las mejores manos se ocuparon en la Tierra, pero las de Dios harían lo más importante.
Con una recuperación de libro de medicina transcurrieron los siguientes días antes de mi egreso. Justo antes de ese día, mientras recorría los pasillos del hospital como parte de dicha terapia me topé con la máxima autoridad del hospital. – ¿Pero qué hace usted aquí con pijama azul?- , me preguntó. Sin darme la oportunidad de responder, me dijo: - ¡ya sé, la Defensoría de los Habitantes lo envió de agente encubierto para averiguar cómo resolvemos aquí las listas de espera!-. De inmediato reímos juntos a carcajada batiente.
Esta fue la materia que me hacía falta para doctorarme en temas sanitarios. Porque una cosa es dictar cátedra sobre temas sanitarios y otra estar en la trinchera. Sufrí igual que el resto de los pacientes por las inconsistencias y debilidades del sistema, pero con todo, la Caja Costarricense de Seguro Social está rebosada de gente tenaz, que a veces con algunas limitaciones, está convencida que los que estamos ahí les necesitamos. Hay de todo, hasta quien te quiere hacer reír y olvidar que estás ahí aunque sea por un ratito.
No puedo imaginar este país sin esta Institución.
Esa mañana recibí una llamada del hospital. La esperaba pero no tan pronto. Que ya estaba libre la cama que me hospedaría por unos días. Cuando es la primera vez, como en todo, uno cree estar preparado. Sentí pánico y juro por Dios que pensé en ceder la cama a otro. Sin embargo, hay ciertos pasos en la vida que no se pueden saltar, y este era uno de ellos.
Esa misma tarde súbitamente pasé de ser un profesional de salud pública y abogado del Derecho Sanitario al paciente de la cama 470. Allí, en la Sección de Hombres, junto con otro puñado de enfermos empecé a cursar una materia de la vida que nunca había matriculado.
Justo como en tiempos de escuela, con rigurosos horarios para dormir, bañarse y comer, empecé a entender que esto sería algo muy distinto de lo que había conocido antes.
Fraternizar con los otros no fue tarea complicada. Todos estábamos ahí por alguna buena razón. Hombres todos con alguna luz que les brillaba pero con algo que les achacaba. Unos por una hernia, pero otros con cáncer. También estuvo ahí el torero improvisado con heridas por doquier para corregir, el testigo de Jehová de mis clases de Ética Médica, el abuelo que se complicó de último momento, el indigente que fue mesero y jura haberme atendido una vez y ese joven extranjero, con quien aún trabo amistad, quién no tiene más a que a sí mismo y a sus riñones externos. Pero, el que no podía faltar, por fortuna mía, fue mi entrañable amigo y chofer por muchos años, quien no solo me mostró algunos rincones de este país sino también los del hospital, una que otra maña para sobrevivir durante esos días y quien me cedió una almohada porque la mía nunca apareció.
El día de mi operación no tardó en llegar. De camino al quirófano, certifico que pasó por mi mente tirarme de la camilla y desertar. Mi operación no sería sencilla y de ella no todos salen bien librados. Allá adentro, de pronto una voz anunció que un implemento necesario para hacer cirugías laparoscópicas estaba agotado y que por tanto quedarían canceladas ese tipo de intervenciones. Sentí morir. De pronto, un enfermero se me acercó y me confesó que para mí se había guardado uno de esos implementos quirúrgicos. Confirmé que estaba en unos de esos afortunados días en que todo sale bien. Las mejores manos se ocuparon en la Tierra, pero las de Dios harían lo más importante.
Con una recuperación de libro de medicina transcurrieron los siguientes días antes de mi egreso. Justo antes de ese día, mientras recorría los pasillos del hospital como parte de dicha terapia me topé con la máxima autoridad del hospital. – ¿Pero qué hace usted aquí con pijama azul?- , me preguntó. Sin darme la oportunidad de responder, me dijo: - ¡ya sé, la Defensoría de los Habitantes lo envió de agente encubierto para averiguar cómo resolvemos aquí las listas de espera!-. De inmediato reímos juntos a carcajada batiente.
Esta fue la materia que me hacía falta para doctorarme en temas sanitarios. Porque una cosa es dictar cátedra sobre temas sanitarios y otra estar en la trinchera. Sufrí igual que el resto de los pacientes por las inconsistencias y debilidades del sistema, pero con todo, la Caja Costarricense de Seguro Social está rebosada de gente tenaz, que a veces con algunas limitaciones, está convencida que los que estamos ahí les necesitamos. Hay de todo, hasta quien te quiere hacer reír y olvidar que estás ahí aunque sea por un ratito.
No puedo imaginar este país sin esta Institución.