La cometa
En el otro extremo de la cometa yace un niño.
Es verano, las brisas del norte arrastran el papelote más allá del profundo río. La cuerda es larga, lo cual permite a la cometa sobrevolar foráneas tierras por encima de las arboledas, campos de golf y mansiones. Elegantes residencias donde algunos peludos y exóticos perros sacan a pasear a las cholas del uniforme doméstico. El chico no conoce ese lado del rio, por eso tiene envidia de su coloreado y vivaz barrilete, que zigzagueando por los aires disfruta de esos bellos palacetes y de esas adoquinadas calzadas.
En el otro extremo de la cometa, el niño vive poco más o menos en solitario.
Su padre, guarda de una fábrica, trabaja cuando todos duermen y su madre, que también es una chola del uniforme doméstico antes de irradiar los primeros rayos de sol, prepara el desayuno a sus amos. Su barrio hiede a caño sucio. En medio del arenero y la mugre que otrora fuera un parque, todas las mañanas el niño encumbra alto su cometa, cada vez más arriba y cada vez más allá de las fronteras de su triste realidad, mientras algunos chicos juegan al futbol en la calle, y otros, los más grandes traman algo para la noche.
En el otro extremo de la cometa, la miseria recibe pocas visitas.
Incluso hasta la policía y la ambulancia hace tiempo se dieron de alta. Sin embargo, una dama de la caridad detiene su paso en medio del tierrero para preguntar al chico: ¿Qué quieres hacer cuando crezcas?
Mirando al cielo, el niño empuñando fuerte la cuerda y como aferrándose a ella, responde con anhelo: “quiero volar tan alto como mi cometa”