Empatía por obligación
De esto … unos veinte años tal vez. El maldito virus del amor pronto acabaría con él.
Víctor, con no más de 25 natalicios, contaba los días.
El virus que se reía de la ciencia, le adelantaba su fecha de expiración.
El fue una incansable máquina de trabajo para olvidar su condena.
Me confesó inconfesables secretos. Unos cuantos viajes al Caribe, un coctel de drogas junto con un alocado sexo para que otros también se infectaran.
-¿Porqué lo hacés Víctor?- No dejé de preguntarle.
-Por venganza- fue siempre su respuesta.
Empatía por obligación.
Me despedí de él dos veces, la primera cuando pretendió terminar las pocas horas que le restaban con su amigo gay de los Estados Unidos. Una gorda mano en el pecho le detuvo en migración.
Nunca supe si habrá sido por la cantidad de cartas de “hasta siempre” que llevaba en el equipaje o por las discriminatorias políticas migratorias imperantes en esa época para los que pretendían tropicalizar el virus.
La segunda, al poco tiempo, después de la muerte social.
Victor fue el primero que conocí, le siguieron otros que dolieron menos.
Pero fue Víctor, ese enfermizo flaco, quien rompiendo todos los manuales con los que fui educado, se trajo abajo la cortina de mi idealismo para mostrarme que la venganza existe y que no solo mata el alma, también acaba y envenena al cuerpo.
Hoy conozco a otros Víctor. Hobbits, que se desfiguran por efecto de los
tratamientos. No sé si viajan al Caribe y no lo quiero saber.
Es extraño, pero nunca pude odiar a Víctor.