¿Mesa para cuántos sentidos?

En un lugar de Suiza existe un peculiar restaurante atendido por unos cordiales individuos con vestimentas de monasterio.
En este sitio los cinco sentidos atraviesan por la más inusual de sus experiencias, como a continuación se relata:
El Olfato. Lo primero que se respira es un fresco aire con olor a templo medieval. Como a viejos y húmedos recintos embalsamados con vino y cerveza de abadía.
El oído. No muy lejos, casi bajo sus narices, los invitados escuchan sin saber dónde, conversaciones, risas y alguno que otro alegre cántico.
El gusto. No transcurre mucho tiempo antes de que la cena ocupe las mesas. Sin mirarse a los ojos ni una sola vez, el paladar queda agradecido por los suculentos platillos. De todos modos, no hay mucho para una ojeada, ni siquiera con el rabillo del ojo.
Todos se deleitan con el tanino y buqué del vino.
El tacto. Las manos se tocan si son enamorados, igual si no lo son. Todos deben hacerlo como niños de kindergarden rumbo al aula.
La visión. Los sentidos quedan todos agradecidos… todos menos los ojos, quienes no advierten nada a su alrededor, ni quién habló, cantó, sirvió la cena o el vino.
El recinto está todo en tinieblas como un sepulcro, y quienes lo atienden, verdaderos lazarillos de sus clientes, igual viven en la inmortal penumbra.
Todos perdieron la gracia de la visión.
-¿Y los cocineros?- Pregunté asombrado.
-No lo sé, tampoco los pude ver- contestó quien me contó este cuento.
Alucinante y deliciosa forma de imaginar la presentación de un manjar. ¿ Verdad ?
Más que todo, una gastronómica forma de vivir en carne propia tal y como lo hacen las personas no videntes.