Ginebra doble en las rocas
Ginebra es la primera ciudad europea que conquisté. Yo tenía 24 años y pasé allí una buena temporada de estudios con mi amigo Vernor Muñoz, que en ese momento era mi jefe en el Ministerio de Justicia. En aquella ocasión, gracias a la calurosa acogida que nos dieron los ticos de la Misión Permanente ante la Organización de las Naciones Unidas, Ginebra no me resultó tan aburrida como en verdad lo es.
Con el tiempo, fui descubriendo los secretos de la sociedad helvética y, muchas personas y lugares marcaron por siempre el recuerdo de ese valle y de ese lago.
Fue cuando superé el mito de la Suiza Centroamericana. Desde la perspectiva que se le mire, Suiza puede ser mejor o peor que Costa Rica.
Hace poco. Luego de más de dos décadas regresé a Ginebra. Me palmaba de las ganas por andar de nuevo por esas calles, puentes y parques que una vez de joven recorrí.
Como si se tratara de una extraña historia de trabajo, esta vez regresé casualmente con “Cómo ríe la Luna”, la novela de Vernor Muñoz justo en mis regazos por si las películas de los vuelos me aburrieran. En cualquier caso, siempre es bueno leer un libro con una historia costarricense cuando se está fuera del país. Es surrealista.
Esta vez, como en aquella ocasión, me fui al Mont Blanc en Chamonix. Un grupo de médicos especialistas en VIH de Colorado me acompañaron. Ascendiendo por el teleférico, me sorprendieron los valientes alpinistas y pensé que mi esposa Eugenia, con toda seguridad, estaría ahí dirigiendo esa expedición. Ella también ha llegado muy alto.
Arriba ocurrió lo mejor. Hice un brindis en medio de la inmensa y rocosa manta de nieve agradeciéndole a Dios por darme la oportunidad de repetir.
De ser un estudiante más la primera vez, esta segunda ronda en Ginebra me esperaba con un reconocimiento internacional por mi esfuerzo profesional contra la epidemia del VIH. Lo valgo y lo digo con orgullo.
El Dr. Guido Miranda me lo dijo una vez: “no sea modesto cuando se lo merece por su esfuerzo”.
Ya para terminar, por una extraña casualidad de la vida laboral, me tropecé en el mismo avión de regreso con mi jefa, doña Montserrat Solano, la Defensora de los Habitantes que por ahí andaba en otra misión y con quien alegremente compartimos historias a 9000 metros de altura según Francesc Miralles. ¡Por eso siempre hay que portarse bien!
¡Ah por cierto ¡Yo si envidio los aires de Europa.
Con el tiempo, fui descubriendo los secretos de la sociedad helvética y, muchas personas y lugares marcaron por siempre el recuerdo de ese valle y de ese lago.
Fue cuando superé el mito de la Suiza Centroamericana. Desde la perspectiva que se le mire, Suiza puede ser mejor o peor que Costa Rica.
Hace poco. Luego de más de dos décadas regresé a Ginebra. Me palmaba de las ganas por andar de nuevo por esas calles, puentes y parques que una vez de joven recorrí.
Como si se tratara de una extraña historia de trabajo, esta vez regresé casualmente con “Cómo ríe la Luna”, la novela de Vernor Muñoz justo en mis regazos por si las películas de los vuelos me aburrieran. En cualquier caso, siempre es bueno leer un libro con una historia costarricense cuando se está fuera del país. Es surrealista.
Esta vez, como en aquella ocasión, me fui al Mont Blanc en Chamonix. Un grupo de médicos especialistas en VIH de Colorado me acompañaron. Ascendiendo por el teleférico, me sorprendieron los valientes alpinistas y pensé que mi esposa Eugenia, con toda seguridad, estaría ahí dirigiendo esa expedición. Ella también ha llegado muy alto.
Arriba ocurrió lo mejor. Hice un brindis en medio de la inmensa y rocosa manta de nieve agradeciéndole a Dios por darme la oportunidad de repetir.
De ser un estudiante más la primera vez, esta segunda ronda en Ginebra me esperaba con un reconocimiento internacional por mi esfuerzo profesional contra la epidemia del VIH. Lo valgo y lo digo con orgullo.
El Dr. Guido Miranda me lo dijo una vez: “no sea modesto cuando se lo merece por su esfuerzo”.
Ya para terminar, por una extraña casualidad de la vida laboral, me tropecé en el mismo avión de regreso con mi jefa, doña Montserrat Solano, la Defensora de los Habitantes que por ahí andaba en otra misión y con quien alegremente compartimos historias a 9000 metros de altura según Francesc Miralles. ¡Por eso siempre hay que portarse bien!
¡Ah por cierto ¡Yo si envidio los aires de Europa.