A tenor de la soledad
Al final de un intenso ardor de verano, el viejo anciano dejó de cantar. Lo mismo hicieron luego las aves de su jaula. Unos agradables periquitos que coreaban con él.
Solía recibir el sol durante la tarde acomodado a un asiento del parque, justo cuando los escasos niños del vecindario se columpiaban en la hamaca. Pero tampoco se le vio más por ahí.
Y al pie de su puerta, cada día más botellas de leche fresca por la mañana y las de cerveza por la noche. A las pocas semanas, el hedor llegaba hasta el ascensor. En este tenor, el portero, acudiendo al llamado de los vecinos, irrumpió la morada. El viejo cantor de ópera yacía muerto sobre un sofá mientras la naturaleza ya se encargaba de sus restos.
A tenor literal, nadie más que algunos de los pisos de arriba y de abajo acudieron a la sepultura. El viejo tenor y sus pericos, que fueron juntos enterrados, entonarán a la eternidad.
Y asi fue como este helvético vecindario dejó de ser el mismo.