Desamparados.
Iglesia de Desamparados
Constituido en 1862, el cantón de Desamparados está cumpliendo 156 años de historia. Escenario en 1947 de “Carnaval en Costa Rica”, una barata película musical de Hollywood que inmortalizó la derribada bella mansión al frente del parque.
Tierra de grandes maestros y artistas que no daría espacio para citar a tantos, siendo que sólo el pintor José (Chepito) Ureña Monge merece ser aludido por ser tan tristemente olvidado. Aunque ya se edificó una casa cultural en su nombre.
Aquí, entre maestros y panaderos empezó mi historia. No sé si Dos Cercas sería un mejor nombre para este pueblo, pero ni modo, uno no elije el domicilio cuando los padres salen del hospital con un motete en brazos.
A pesar de esto, amo Desamparados. Es el pedacito de patria que me vio crecer. Es la casa de mis abuelos al frente del parque todos los sábados por la tarde y desde donde vimos recorrer procesiones, desfiles del quince de setiembre y del doce de octubre. Es el parque que fue testigo de mis primeros pasos por este mundo y de nuestras travesuras en patineta, patines y bicicleta. Es mi barrio donde jugábamos bate y escondido. Es esa iglesia que venera a la Virgen de los Desamparados y que reproduce a la Catedral de San Pablo en Londres, donde fui bautizado e hice la Primera Comunión. Es los domingos después de la misa para tropezar ingenuamente con las muchachas del “Nuestra” que ya nos empezaban a gustar. Es ese camposanto donde están los restos de mis bisabuelos, abuelos y yacen hoy los de mi padre. Es la Escuela Joaquín García Monge, donde intercambiábamos tarjetas de felices vacaciones.
Hoy, aun cuando ya no soy desamparadeño de domicilio, lo sigo siendo de corazón. Es por este motivo que por algún tiempo fue el lugar donde acudí a votar cada cuatro años como una cómoda excusa para convenir con algunos de mis viejos amigos y juntos recordar con la letra del himno del cantón que “hoy mantenemos tu fe y tu cariño, como refugio de amor y amistad.”
Ya no me queda esa oportunidad, pero siempre que miro nuestro Valle Central desde lo alto, lo hago con la anciedad y la nostalgia de encontrar esa cúpula de Iglesia, que mi abuelo contribuyó a construir, con la esperanza de ubicar en medio de la enmarañada metrópoli aunque sea por un instante, a esa vieja calle y ese alegre parque, esa gran esplanada y esa dulce panadería .
Tierra de grandes maestros y artistas que no daría espacio para citar a tantos, siendo que sólo el pintor José (Chepito) Ureña Monge merece ser aludido por ser tan tristemente olvidado. Aunque ya se edificó una casa cultural en su nombre.
Aquí, entre maestros y panaderos empezó mi historia. No sé si Dos Cercas sería un mejor nombre para este pueblo, pero ni modo, uno no elije el domicilio cuando los padres salen del hospital con un motete en brazos.
A pesar de esto, amo Desamparados. Es el pedacito de patria que me vio crecer. Es la casa de mis abuelos al frente del parque todos los sábados por la tarde y desde donde vimos recorrer procesiones, desfiles del quince de setiembre y del doce de octubre. Es el parque que fue testigo de mis primeros pasos por este mundo y de nuestras travesuras en patineta, patines y bicicleta. Es mi barrio donde jugábamos bate y escondido. Es esa iglesia que venera a la Virgen de los Desamparados y que reproduce a la Catedral de San Pablo en Londres, donde fui bautizado e hice la Primera Comunión. Es los domingos después de la misa para tropezar ingenuamente con las muchachas del “Nuestra” que ya nos empezaban a gustar. Es ese camposanto donde están los restos de mis bisabuelos, abuelos y yacen hoy los de mi padre. Es la Escuela Joaquín García Monge, donde intercambiábamos tarjetas de felices vacaciones.
Hoy, aun cuando ya no soy desamparadeño de domicilio, lo sigo siendo de corazón. Es por este motivo que por algún tiempo fue el lugar donde acudí a votar cada cuatro años como una cómoda excusa para convenir con algunos de mis viejos amigos y juntos recordar con la letra del himno del cantón que “hoy mantenemos tu fe y tu cariño, como refugio de amor y amistad.”
Ya no me queda esa oportunidad, pero siempre que miro nuestro Valle Central desde lo alto, lo hago con la anciedad y la nostalgia de encontrar esa cúpula de Iglesia, que mi abuelo contribuyó a construir, con la esperanza de ubicar en medio de la enmarañada metrópoli aunque sea por un instante, a esa vieja calle y ese alegre parque, esa gran esplanada y esa dulce panadería .